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martes, 27 de abril de 2010

En la Encrucijada.

Era como un sueño de Alicia. Y una partida de cartas en las ella que siempre perdía. En el fondo era una pequeña Alicia de lo real. Otra intransigencia infantil más. No hay país de las maravillas, no hay maravillas, ya ni siquiera hay un país. Ni el punto entre la realidad y la ficción, el punto de la coexistencia. Todos los caminos parecen estar colocados de forma paralela, pero todos pertenecen al antagonismo del sueño. Aunque todos se alzan yuxtapuestos. Era fácil coger el equivocado. Complicado volver hacia la encrucijada. Ese punto en el que a Claire no le valía con la inexistencia entre lo real y la ficción. Ese punto en el que Alicia podía ser su segundo grito al girarse bajo el llamamiento, el reconocimiento de la voz. Ir hacia delante o volver hacia atrás consistían el mismo error. Claire hizo noche en el frío de la inflexión. El cruce de caminos,

El único lugar en el que el tiempo jamás podría tocarla. Jamás podría alcanzarla. Jamás podría arañar su sueño de un país mejor. De un mundo mejor. En lo real o en la ficción. Porque todo resultaba posible en la encrucijada. El único lugar. La inexistencia, el vacío en el que todo puede cobrar forma y color. Pero esto solo parece ser real detrás de las vidrieras, detrás de la pequeña puerta de Alicia que conduce a la cuarta dimensión.

Si tuviera los ojos verdes habría visto el camino menos gris.

Claire se quedaría con la muerte dentro de cada una de sus células. No habría cielo estrellado, no habría sueño irreal con partidas de cartas ni realidades extraordinarias. Estaba en un lugar mundano y hostil. Un lugar de tránsito, un lugar para olvidar. Durmiendo bajo un cielo no azul, adormilado por la capa de smog. Hacía sentirse extranjera del propio yo. La industria al fondo. El armazón de chapas y tejados metálicos en un intento de árbol amoral. Bienvenida al futuro, Claire. Dime, ¿este es tu lugar?

Claire atisbaría ventana abajo, reprimiendo seguir el ángulo convexo, entretenido, de la lluvia ácida cayendo más allá del suelo. Aquel lugar de dudas era la ausencia de ganas y de miedo. Tenía que aprender a mirar más abajo del suelo y del smog al mismo tiempo. Sin desgastarse con la lluvia.

Dios no estaría allí si ella no lo veía. Él no estaría allí si ella no lo veía. Aquel idiota no estaría allí. Porque solo estaría en la billetera. Junto a la amargura y los besos. Y los recuerdos con sabor a helado, nata y chocolate. Sirope emocional. Aquello era demasiado pringoso. Empalagoso. Aquel manipulador corazón la fijaba los pies a la encrucijada con sirope de caramelo al suelo. Dulce que la impedía avanzar. Un caramelo amargo. Pero un caramelo.

Yo no estoy aquí si no me ves. Pero a veces no hace falta cerrar los ojos, ni ser víctima de Saramago, ni de la cordura. Solo tendría que rasgar el alma un poco más. O abrir las piernas.







Tenía que enamorarse cada día de su espejo. Y escuchar el minutero. Incansable, insondable. Muerte, muerte, siempre andas ahí. Siempre te encuentras calle abajo, al sur. Siempre vas, muerte, en busca de la nada. Nadando en el vino y en hedor.

Se conoce las caras. Son una y otra vez las mismas caras del sur de la ciudad. Desde la ventana no llega la brisa. Claire puede intuirlo. No puede verlo. Entonces no está ahí.

Cierra los ojos.

¿Está ahí? No puede verlo. No sabe si sigue ahí. Esos millones de gotas. Su alma definitivamente mira hacia el norte, pero sus pies, la llevan al Suroeste.

Ella sabe donde está lo que busca. En medio de una ciudad de ratas, las que muerden los pies cuando está dormida en la encrucijada. Las que no la dejan en paz. Las que no la dejarían morir tranquila entre las aceleradas diástoles y sístoles del pánico. Oscuridad, caras pútridas, y crueles desgarrando las vísceras espirituales de la mano de los catecismos, y calles de prófugos extranjeros en medio del camino, y ladrillos sueltos, y chicles sucios en el suelo, y ruidos, y gritos, y smog, y rutina.

Una muerte lenta y prematura. La condena. La inflexión. Los avisos del catecismo. El Bosco y su jardín ya no existen. El país de las maravillas se ha hundido en el smog. Ya no se puede ver.
No estará ahí si no lo ves.

Ahí donde están los golpes y el olor a ¿gasoil? No, súper. Al menos el mundo tiene algo de grandiosidad. Y ahí está la presencia del eco, desafiando las cuerdas vocales. Ahí está, la madera crujiendo, el smog quemándose en el aire.


No queda nada, ni siquiera al este. Por primera vez es tiempo muerto. El idiota también lo es.
El idiota también fue el primero.

Las marchas fúnebres que pasan por la encrucijada. Que joden el sirope emocional del resto de mortales. Claro que aquel idiota no estaría allí. Ni siquiera Dios podría hacerlo. Por lo tanto no estaría allí, nadie, con los ojos abiertos, o cerrados.

Claire no estaba allí. Había dejado de mirar. Ya no está allí si no la ves.
No la busques, no la quieras ver.

Porque acababa de partir el espejo en dos como una cuarta dimensión.

Las brechas en las aceras van de la rutina a la ruina, la imagen decrépita de la ciudad de Dios. Bienvenida al futuro, Claire. ¿Este es el lugar?

En cualquier calle, en cualquier camino. Después de morir, porque todo lo que necesita era estar viva.
Venderse hacia otro extranjero vacilante, la gusta, le gusta. La asusta, la duele, le asusta, le duele. Les encanta. Todo cae sobre aquello, solo quiere acariciar. Garras insaciables capaces de buscar y abastecerse, dispuestas a encontrar. Se buscan, se andan midiendo entre el smog. Entre los caminos. Claire ya no está ahí, ya no sabe donde está. A pesar del olor a sexo y desolación quiso quedarse. Quiso ahogarse. Solo en su cintura. Antes de venderse una vez más. Antes de marcharse.

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